CLAUDIA PIÑEIRO: Regalar libros

Supongo que por ser escritora, y porque es creencia generalizada que los escritores leemos mucho, cada tanto, en especial para las Fiestas, suena mi teléfono y cuando atiendo alguien desde el otro lado de la línea me larga la siguiente pregunta o una equivalente: “Che, ¿qué libro le regalarías a mi suegra?” Y la verdad es que yo a su suegra no le regalaría ningún libro. No porque la señora no se lo merezca sino porque no la conozco. Elegir un libro para alguien que uno no conoce es como que un sastre tome las medidas de un traje por teléfono, o que un médico diagnostique una enfermedad sin ver al enfermo. Puede ser que acierten, pero el riesgo de equivocarse es alto. Sin embargo, si el otro insiste, si dice que el cumpleaños de la suegra es hoy mismo, que él ya está en la librería y que la suegra va a estar contentísima cuando le diga quién eligió el libro para ella, uno, a pesar de los prejuicios, lo intenta, hace un par de preguntas acerca de la suegra, escucha con atención aunque con fastidio las respuestas, cruza los dedos y, por fin, larga dos o tres títulos.

Regalar un libro es un acto personal y dedicado que tiene en cuenta al otro. Un acto de seducción: uno espera que quien lo recibe sea seducido por ese texto pero también por el hecho de haberlo elegido especialmente para él. A veces funciona, a veces no. No hace mucho, alguien me llamó inquieto, casi perturbado, para preguntarme: ¿Me podés explicar por qué me regalaste ese libro a mí? Y en ese sentido, la cosa es como los chistes: si hay que explicarlos pierden la gracia.

Punto Crítico / Por Ezequiel Martínez

REVISTA CULTURAL Ñ

Sobre "Las garras del niño inútil" de Luis Mey
La primera (y única) vez que asistí a una corrida de toros mi conciencia y mis sentidos se batieron a duelo. No me creí capaz de permanecer sentado hasta la segunda faena, mientras observaba a banderilleros y picadores iniciando el rito de sangre que precede la muerte del animal. Pero así como el toro sucumbe ante la estocada del torero, mi espanto fue vencido por el morbo. Todavía hoy, mucho años después, siento culpa por ese deseo macabro de que la agonía se prolongara con la excusa del espectáculo.
A veces, con algunos libros, pasa lo mismo. Uno lee historias trágicas, salvajes, desgarradoras, hasta la médula, y sin embargo no quiere que se terminen nunca. Algo así me sucedió con Las Garras del niño inútil, la nueva novela del argentino Luis Mey. Sus páginas están atravesadas por una procesión de escenas insoportables y dolorosas en un entorno de violencia familiar signado por los caprichos del alcohol. Un padre golpeador que castiga y humilla a sus cinco hijos, acompañado por una esposa sumisa y encubridora en un hogar de clase media baja tirando a subterránea: eso es lo que nos cuenta Maxi, el narrador de ocho años, que crece sin entender qué es eso a lo que algunos llaman felicidad. No hay lugar para caricias ni huecos donde se cuele algún síntoma de amor o consuelo, y mientras el lector espera una nueva hilera de golpizas siniestras, sospecha un destino trágico e inevitable. Pero no. El autor evita los golpes bajos y hasta se permite el antídoto del humor para que el relato se haga más tolerable. La historia – su historia – hiere al lector y lo marca con cicatrices invisibles. Las de Luis Mey fueron reales, y las exorciza en esta novela.
Hoy el escritor, que apenas pasa lo 30 años, trabaja como librero y sus dos novelas – la primera fue Los abandonados – fueron publicadas por Factotum, una editorial independiente que recupera aquella vieja mística de escarbar entre los autores emergentes en busca de talento y de estocadas como las de Mey, que pegan con azotes de literatura.

Las garras del niño inútil: novela del argentino Luis Mey o el derecho a ser infeliz en la felicidad

 
Entre el cielo y el infierno, la salvación está en la literatura. “Las garras del niño inútil” es la segunda novela (Factotum ediciones) del joven escritor argentino, Luis Mey. La obra narra la infancia de pesadilla de Maxi (entre sus 6 y 15 años), un vendedor de una gran librería de Buenos Aires, con alma de librero. “Un tipo alto y severamente imbécil. Por eso me encorvo. Y porque no siento que haya algo interesante por lo que valga andar recto”. La novela comienza con toques costumbristas al retratar el “desierto de ilusiones”, la Argentina de los años ochenta en una familia disfuncional de clase media baja del Gran Buenos Aires, entre el barrio de San Isidro y La Cava, una villa. A medida que la novela y los años avanzan, aparece el retrato de un monstruo, la figura paterna y con ella la tristeza, la brutalidad, la violencia irracional que se apoderan del lector dejando una sensación agridulce de desesperación. Ni siquiera se salva el personaje materno pues su sumisión, su no inocencia, su falta de agallas para denunciar la violencia machista intolerable acaban por ser cómplices del monstruo.

Dicen que los nuevos escritores bolivianos, argentinos, colombianos, chilenos… han abandonado la novela política, comprometida. Es mentira. El retrato de una juventud ochentera argentina desengañada con la manera de hacer política tiene en la obra de Mey (su opera prima, “Los abandonados” también hacía hincapié en esta veta) uno de sus mayores aciertos. El odio a la política del personaje de Mey es político. Las pinceladas sobre la dictadura, Perón, Alfonsín y Menem son políticas. Y terriblemente ácidas y críticas. ¿Quién dijo que los jóvenes escritores se han refugiado en sus nichos onanistas y mediáticos?

Cansancio vital, tristeza, bronca, asco, odio, violencia, furia y gritos. Y esperanza. Eso es “Las garras del niño inútil” de Luis Mey y su sobreviviente, Maxi, un “alter ego” del propio autor. Otros de los aciertos de la obra es la invitación a pensar sobre la niñez, sobre nuestra niñez, la de cada uno. Pero también es una novela sobre la paternidad (“¿se creen que porque tienen la capacidad física para traer gente al mundo también tienen el derecho a ser llamados padres?”). Francisco Capomasi es un ex policía, padre racista, raro, golpeador, alcohólico, un “nadie” que quiere ser alguien, que, como muchos, “se lanzó a ser padre antes de reparar sus heridas como hijo”.