Carta de Luis Mey a Elizabeth Vernaci


Cómo garchar contra la heladera por el culo con manteca sin que queden pendejos en las tostadas de la mañana.
Luis Mey


 
Estaba tratando de relajarme. No quería estar ahí, por bueno que fuera para mí todo eso. Era algo que me pasaba todo el tiempo: no querer estar. Se me quebraba el labio y me subía el asco por el cuello.
Presentaba mi segundo libro, Las garras del niño inútil. Lo había escrito a la vuelta de los viajes en tren y colectivo de las once de la noche. Lo iba recordando, porque no tenía nada de ficción. Me había olvidado de casi todas las locuras de mi viejo, de cuando exorcizaba a mi hermano, de cuando le vaciaba los tallarines calientes en la cabeza a mi hermana, frente a todos.
Bueno, ya estaba escrito, al fin. Era una novela. La gente la compraría, diría cosas, incluso; con suerte, lo comentaría en sus cenas o en la cama para evitar coger al marido o coger a la esposa. Serviría para algo. O no. Pero yo había estado ahí alguna vez. Esa era mi vida. Incluso la parte del perro en que el viejo lo echa porque, si no, nos mataba a todos. Era real. A nadie le importaba demasiado, y me excitaba la idea. Pero si servía para evitar embarazos, yo estaba contento. Aunque era mucho pedir.
La Negra, Elizabeth Vernaci, por suerte, había aceptado colaborar con su refinadísimo lenguaje a que el libro de la editorial, mi texto, se vendiera mejor. Yo no. La gente me mira con desconfianza.
Yo no tenía nada que hacer ahí, pero, aun sin sentir en absoluto que pudiera colaborar en algo, ahí me quedaba. Lo mío era escribir o charlar en privado. Pero estaba ahí parado.
Factotum, la editorial, había puesto plata en eso. Y creía en algo: en mis textos, cuando nadie había creído. A mí mismo me había convencido de ellos.

Reseñas periodísticas sobre nuestros libros

LOS ABANDONADOS
Luis Mey
Factotum ediciones
Páginas 174
______________________________________________________________________________
*Ricardo Bajo H.

El debut novelístico del treintañero escritor argentino Luis Mey trae de nuevo un ejemplo de la buena salud de la joven narrativa latinoamericana “acusada” sin fundamento de haber arriado las banderas de lucha política y social de las supuestamente luchadoras generaciones anteriores.
Los abandonados narra los avatares de un joven porteño de clase media empobrecida y embrutecida y nos sumerge con facilidad espantosa en un relato ágil en primera persona:
sexo, humor negro, cama y anarquía son los pilares de “Maxi”, apodado en la villa miseria como “Porquería”, un “treintagenario” músico que vive de las rentas de un viejo “hit” con su antigua banda de éxito pasajero y donde la Argentina se pinta crudamente como un país de infelices. Trasluciendo un descreimiento total en toda esperanza, tanto vital como colectiva, la novela retrata a una buena parte de la juventud desengañada, desilusionada, abiertamente existencialista e incluso nadaista, donde lo único que reconforta es el placer inmediato, siempre enfermizamente sexual, desprovisto de cualquier sentimiento de afecto: : “Los que reprimen su necesidad de sexo están enfermos, los que sólo tienen sexo sin amor, también. Y los que solo
amaron, también”.
Un microcosmos deprimente de una sociedad en decadencia, sin valores ni ética alguna, donde las relaciones humanas son sinónimo ineludible de conflicto y donde la única “receta” para conseguir cariño y fidelidad es comprarse un perro: “diez años de amor incondicional asegurados”.
La “opera prima” de Mey, con un lenguaje deudor del video clip feroz y la cinematografía de diálogos secos, plantea siempre dudas y no respuestas, errores y no logros, confusión y no sapiencia, como la vida del propio protagonista que vive un particular descenso a los infiernos con el libreto de un plan perfecto de autoeliminación, en soledad, rechazando amores y parejas con promesas de sexo salvaje y amor duradero.
La única esperanza que el autor se permite obsequiar y donde el lector huye despavorido en busca de luz es el recuerdo de “aquel día de suerte” que recuerda, al estilo de un “flash back” fílmico, después de un extraño por inesperado final.





BAILACADABRA
Carlos Torres Tangarife
Factotum Ediciones
218 páginas
______________________________________________________________________________
*Gabriel Cetkovich Bakmas

Escatológica y sexualmente obsesiva, la escritura parece por momentos la expresión de un adolescente fascinado con el permiso para hablar de caca, cagada, tetas, pene: una mirada de los cuerpos desde la excrecencia y los genitales. A medida que leemos, vamos descubriendo que en la historia se va tejiendo un drama, que alcanzará su clímax en las últimas páginas del libro.
Comenzamos con un protagonista que fantasea con estrenar las nuevas tetas que le pagó a su novia. “Es difícil reconocerlo, pero ya es necesario un cambio.”.
El que espera desespera, y busca satisfacer sus urgencias sexuales. Engaña a su esposa con otras mujeres, pero sus novias clandestinas lo engañan a él. La fidelidad no es un valor y el sexo es una prioridad, más que una pulsión, un modo de vida que signa los lazos sociales. En este aspecto, el autor desnuda los tabúes que la superyoica sociedad reprime, e invita al lector a participar de la otra gran escena, la del baile. El protagonista practica sus pasos de salsa al ritmo de la voz de Celia Cruz, o baila en la discoteca con los sones de Willie Colón. La sexualidad apenas se sublima en la sensualidad de los movimientos de piernas y caderas, en la danza erótica de los cuerpos, en la proximidad de los sudores.
La escritura misma reproduce ese frenético movimiento y es ritmada con los raccontos de  su infancia, su primera masturbación, su glotonería infantil, las cervezas que le roba al padre. Como en la música, un leitmotiv sostiene la atención del lector y contribuye a la creciente tensión narrativa. “La vecina que vive en el departamento de arriba tose, tose y tose.¡Caof!, ¡caof!, ¡caof!”. Como los latidos de un corazón delator que sólo el criminal escucha, esa tos es la presencia amenazante de lo que está afuera de la escena, el asomo de una realidad devenida fantasma, que abre las puertas para que que se desencadene el conflicto. Las tetas se transforman en el pañuelo con que Shakespeare resumió la enfermedad de los maridos celosos. De ser objeto del deseo, el cuerpo femenino pasa a ser artífice de la autodestrucción del amante. Sobre el final, ni su mejor amigo le atiende el teléfono.