Supongo que por ser escritora, y porque es creencia generalizada que los escritores leemos mucho, cada tanto, en especial para las Fiestas, suena mi teléfono y cuando atiendo alguien desde el otro lado de la línea me larga la siguiente pregunta o una equivalente: “Che, ¿qué libro le regalarías a mi suegra?” Y la verdad es que yo a su suegra no le regalaría ningún libro. No porque la señora no se lo merezca sino porque no la conozco. Elegir un libro para alguien que uno no conoce es como que un sastre tome las medidas de un traje por teléfono, o que un médico diagnostique una enfermedad sin ver al enfermo. Puede ser que acierten, pero el riesgo de equivocarse es alto. Sin embargo, si el otro insiste, si dice que el cumpleaños de la suegra es hoy mismo, que él ya está en la librería y que la suegra va a estar contentísima cuando le diga quién eligió el libro para ella, uno, a pesar de los prejuicios, lo intenta, hace un par de preguntas acerca de la suegra, escucha con atención aunque con fastidio las respuestas, cruza los dedos y, por fin, larga dos o tres títulos.
Regalar un libro es un acto personal y dedicado que tiene en cuenta al otro. Un acto de seducción: uno espera que quien lo recibe sea seducido por ese texto pero también por el hecho de haberlo elegido especialmente para él. A veces funciona, a veces no. No hace mucho, alguien me llamó inquieto, casi perturbado, para preguntarme: ¿Me podés explicar por qué me regalaste ese libro a mí? Y en ese sentido, la cosa es como los chistes: si hay que explicarlos pierden la gracia.