Supongo que por ser escritora, y porque es creencia generalizada que los escritores leemos mucho, cada tanto, en especial para las Fiestas, suena mi teléfono y cuando atiendo alguien desde el otro lado de la línea me larga la siguiente pregunta o una equivalente: “Che, ¿qué libro le regalarías a mi suegra?” Y la verdad es que yo a su suegra no le regalaría ningún libro. No porque la señora no se lo merezca sino porque no la conozco. Elegir un libro para alguien que uno no conoce es como que un sastre tome las medidas de un traje por teléfono, o que un médico diagnostique una enfermedad sin ver al enfermo. Puede ser que acierten, pero el riesgo de equivocarse es alto. Sin embargo, si el otro insiste, si dice que el cumpleaños de la suegra es hoy mismo, que él ya está en la librería y que la suegra va a estar contentísima cuando le diga quién eligió el libro para ella, uno, a pesar de los prejuicios, lo intenta, hace un par de preguntas acerca de la suegra, escucha con atención aunque con fastidio las respuestas, cruza los dedos y, por fin, larga dos o tres títulos.
Regalar un libro es un acto personal y dedicado que tiene en cuenta al otro. Un acto de seducción: uno espera que quien lo recibe sea seducido por ese texto pero también por el hecho de haberlo elegido especialmente para él. A veces funciona, a veces no. No hace mucho, alguien me llamó inquieto, casi perturbado, para preguntarme: ¿Me podés explicar por qué me regalaste ese libro a mí? Y en ese sentido, la cosa es como los chistes: si hay que explicarlos pierden la gracia.
Aunque casi siempre elijo libros diferentes para diferentes personas, hay unos pocos que uso de comodines, libros que considero que cualquier lector con cierta sensibilidad va a apreciar. Libros “bellos”. Seda, de Alessandro Baricco, si quiero regalar una novela. La melancólica muerte de Chico Ostra, de Tim Burton, pequeñas historias en verso e ilustradas. Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento, de George Steiner, o La palabra amenazada, de Ivonne Bordelois, cuando lo que quiero regalar son reflexiones.
También me gusta jugar a un juego: “¿Qué libro le regalarías a.?” Pienso en una persona, alguien que no conozco personalmente pero que creo conocer a través de lo que se muestra de él públicamente, porque es un personaje mediático, o de la cultura, o de la política, y me imagino qué libro le regalaría. Por ejemplo, Marcelo Tinelli. Imagino que Tinelli es lector, lo escuché responder en algún viejo reportaje acerca de lecturas y libros, y los que mencionaba no eran textos o autores complacientes, ni esos que hacen pensar que quien está respondiendo miente (no nos olvidemos que tuvimos un presidente que decía haber leído a Sócrates). Por eso, porque creo que Tinelli es lector y porque parece un tipo inteligente, le regalaría ¿Acaso no matan a los caballos?, de Horace Mc Coy. “Una novela extraordinaria”, me dijo Eduardo Belgrano Rawson cuando me la recomendó. Una muy buena novela negra, dicen otros. Yo digo que es una gran novela social, casi de denuncia. Un concurso de baile maratónico, distinto a los que organiza Tinelli, en otro tiempo y otro lugar: California 1932, después de la Gran Depresión. Pero con algunas semejanzas. El público no es televidente sino que está sentado en gradas alrededor de la pista. Un concurso en el que las parejas de bailarines están dispuestas a hacer lo que sea por ganar. Y hacer lo que sea incluye morir. O matar.
Otra ronda de juego: ¿Qué libro le regalarías a Mauricio Macri? A diferencia de Tinelli, no creo que Macri sea muy lector. Si lo fuera, hablaría mejor en público, tendría un vocabulario más amplio, erraría menos en la sintaxis, en los tiempos verbales y en el uso o no de preposiciones. Pero de todos modos, si tuviera que regalarle un libro y creyera que él lo va a leer, elegiría dos: Si me querés, quereme transa, de Cristian Alarcón, y Las garras del niño inútil, de Luis Mey. El primero transcurre en la villa del Bajo Flores; el segundo, en San Isidro, en una línea difusa, calle de por medio, en la que la clase media más pobre se agarra de pies y manos para no pasar del otro lado, allí donde empieza La Cava. Si luego de leerlos Macri dice “El de Alarcón vaya y pase, ¿pero por qué voy a leer yo el de Mey, que transcurre en el conurbano? Ese que lo lea Scioli”, entonces habré fracasado.
Y una última ronda: ¿Qué libro le regalarías a la presidenta, Cristina Fernández de Kirchner, en estas Fiestas? La presidenta lee, no tengo dudas. Si no leyera no podría hablar en público como lo hace. Le regalaría buena literatura, dos novelas escritas por mujeres: Desarticulaciones, de Silvia Molloy, y La orfandad, de Sylvia Iparraguirre. El de Molloy, porque es un libro hermoso y triste, el de una despedida a alguien que se quiere, un duelo que da tiempo y un texto de esos a los que se les agradece que sirvan de excusa para llorar. Y el de Iparraguirre, porque es una historia exquisita, de las que se leen a dos centímetros del suelo, y que reparan heridas.
El último libro que regalé fue Cuentos reunidos, de Kjell Askildsen, y el último libro que me regalaron fue Intimidad, de Hanif Kureishi. Pronto sabré si los trajes eran de la medida adecuada.
© La Nación
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